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La transformación digital en las instituciones de educación superior se ha vuelto más que una cuestión de innovación, hasta convertirse en un tema de supervivencia. Es por esto que rediseñar el sistema de certificación de las universidades es tan relevante actualmente.
Cuando vemos en retrospectiva, nos damos cuenta de lo valioso que era tener un certificado impreso que diera fe de alguna habilidad adquirida al terminar un curso. Abarcaba desde cursos de larga duración, como los de licenciatura, hasta otros más breves, como los cursos de ontología o los cursos gratuitos. La búsqueda de la acumulación de certificados era esencial para conseguir un buen trabajo, lo cual me llevó a la siguiente reflexión:
"Antes quien tenía el título ya tenía una ventaja, pero quien hoy sólo tiene eso, no tiene nada más".
Teniendo en cuenta el principio de la oferta y la demanda, el mercado tiende a buscar personas más cualificadas y, por tanto, las certificaciones acumuladas generan una importante y desafiante competitividad para muchos profesionales.
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Mientras las instituciones tradicionales mantenían esta lógica de certificación, en función de los contenidos curriculares que ofrecían, algunas empresas tecnológicas vieron la necesidad de ofrecer también contenidos y certificaciones, quizás por la propia incompatibilidad entre los contenidos de la academia y la necesidad real del mercado. Por ello, como siempre impulsoras de la transformación, estas empresas tecnológicas e institutos de gestión iniciaron un proceso de certificaciones que capacitaban a un profesional para utilizar un software específico o gestionar procesos basados en una metodología.
Al ser expedidos por empresas o institutos de gran prestigio, estos certificados se revalorizaron rápidamente, convirtiéndose en un tesoro de los currículos de los profesionales. En este sentido, es fundamental comprender las motivaciones de esta tendencia. La primera es el hecho de que las empresas se dieron cuenta de que las instituciones educativas tradicionales no incluían algunas competencias específicas en sus planes de estudios, por lo que les correspondía a ellas instruir y certificar. ¿Y hoy en día? ¿Sigue siendo válida esta lógica o las instituciones tradicionales están adaptando sus planes de estudios al mercado y a las necesidades del mundo moderno?
De forma similar a las certificaciones mencionadas, en la educación superior han surgido últimamente las microcertificaciones o certificaciones intermedias, que se otorgan al estudiante al superar determinados contenidos previstos en la estructura curricular.
Con ello, el alumno no necesita esperar a la finalización de la carrera para demostrar que sabe algo, ya que puede presentar los microcertificados como prueba de conocimientos. Sin embargo, si pudiéramos comparar la cantidad de certificaciones emitidas por las plataformas de cursos gratuitos con las microcertificaciones emitidas por las instituciones de educación superior, sin duda notaríamos una brecha en la educación tradicional. Las numerosas plataformas de cursos en línea se han convertido en expertas en este campo.
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Por tanto, el reto para las instituciones no es sólo crear microcertificaciones, sino darles significado y relevancia. Para ello, debemos preguntarnos: ¿incluye esta certificación competencias consideradas esenciales y diferenciales para el mercado laboral? ¿Los contenidos desarrollados durante el curso son realmente capaces de promover la capacitación y la autonomía de los alumnos? ¿Los métodos de evaluación también son compatibles con la certificación y el mercado laboral?
Y lo que quiero decir con estas preguntas es que no tiene sentido crear certificaciones sin valor para el currículo del alumno. Así, por ejemplo, no tiene sentido crear una certificación en idioma inglés o matemáticas, ya que son competencias mínimas necesarias. En la misma dirección, también podemos pensar que no tiene sentido tener una certificación de informática, puesto que gran parte del mercado laboral ya da por sentado que los candidatos saben utilizar un ordenador.
A continuación, tras delimitar muy bien y de forma coherente lo que debe certificarse, debemos pensar si el contenido de la formación proporciona realmente todas las competencias necesarias que se acreditarán en el certificado.
Si queremos crear una certificación en lenguaje python, por ejemplo, tenemos que tener cuidado de ofrecer un contenido lo suficientemente rico como para que ese alumno aprenda todo sobre el lenguaje y sea capaz de producirlo de forma autónoma. No sería bueno que un alumno presentara un certificado de python y durante el trabajo, descubriera que no ha aprendido todo lo necesario para desarrollarse en este lenguaje.
También hay que decir que la evaluación es un asunto de gran relevancia, porque además de la seriedad del proceso, también hay que pensar en el instrumento de evaluación. Volviendo al ejemplo de python, no creo que tenga mucho sentido certificar a un alumno tras un cuestionario de opciones múltiples. ¿No sería más interesante que entregara un proyecto final desarrollado para poder utilizarlo como portafolio? Por eso, cuando hablo de evaluación, no es sólo para asegurar el proceso y evitar posibles fraudes en trampas y consultas, sino para definir qué instrumento de evaluación tiene sentido para ese tipo de certificación.
Por último, la idea de las microcertificaciones debe observarse desde estas diferentes perspectivas del proceso de aprendizaje y, por lo tanto, es importante porque, además de promover mejores oportunidades de empleabilidad para el estudiante, también hace que la propia institución se replantee sus planes de estudio y su práctica pedagógica. Quizá este sea el futuro de algunas facultades y universidades: ofrecer únicamente microcertificaciones, en las que el camino elegido por los estudiantes determinará su formación final. Sin embargo, seguimos observando estas nuevas tendencias que son esenciales para el éxito de la educación en su conjunto.